La tumba de Cortázar
Julio Cortázar necesitaba una tumba para cumplir con las formalidades de la muerte. Para no dislocar con su inmortalidad el raciocinio humano. Se dice, aunque yo no logro descifrarlos, que hay guiños al respecto en el cuento “El inmortal” de Borges, quien conocía perfectamente esta cuestión de la infinitud de Julio. Es que en realidad esto no es ningún secreto en aquellos círculos en los que se interpreta correctamente todo lo que implica ser un “cronopio”.
Pero lo cierto es que, mientras Julio hace de difunto, hay muchos que visitan su tumba y cuentan curiosas historias al respecto. La mejor, sin duda, es la que nos narró el viernes pasado Leonardo Valencia Assogna, en un café guayaquileño.
Resulta que Don Leo en uno de sus pasos por París visitó el cementerio de Montparnasse, donde yace la célebre tumba. Yo sé que Leonardo fue solo para constatar lo que él bien sabía: si ese nicho es medido, se evidencia que es imposible que Julio esté allí dentro, dada la largura de sus piernas. Sin embargo, de esto nada nos comentó, creo que porque pensó que no estábamos preparados para saberlo. Más bien, como una cortina de humo, nos distrajo con una historia maravillosa, que parecía un relato apócrifo de mi libro preferido de Cortazar: Historias de Cronopios y de Famas.
Nos dijo que encontró el nicho tapizado de papelitos, pues todos los visitantes realizan el ritual de redactarle al menos un mensaje a Julio. Evidentemente, Leonardo se entregó a la tentación de fisgonear aquellos escritos. Y comprobó que se trataba de textos llenos de devoción y melancolía, aclamando al gran maestro. Así siguió Leonardo, hasta desdoblar con mucho cuidado y delicadeza un papelito que parecía cerrado con el mayor esmero y que contenía una escueta frase: “¡Vos qué cuernos hacés leyendo la correspondencia de Julio!”.